jueves, 20 de septiembre de 2012

El otro café del mar

Hoy voy a hablar de unas vacaciones que pasé en Cádiz y conocí Barbate, un pueblecito que hoy en día sigue viviendo de la almadraba y del turismo, gracias a sus playas de arena blanca y estupendo clima. Hay una parte que me acutivó de manera especial, una especie de reserva hippie que se extendía a lo largo del paseo marítimo y en el que se podían ver puestos de ropa, chucherías y accesorios de índole hippie, incluso de tatuajes de henna, rastas y adornos para el pelo. O gente con estéticas alternativas cargadas de mochilas y timbales. Y avanzando un poco más, había un café muy pintoresco, sitio en medio de un vistoso acantilado, en el que al entrar te parecía como si viajaras en el tiempo y en el espacio a una meca de libertad y vida bohemia. Había una fuente de piedra a la entrada y la gente caminaba descalza y se sentaba en cojines o divanes, bebía té y parecía feliz y libre de preocupaciones. Toda la estancia se encontraba salpicada de velitas, y también alfombras y tapices. Y ramitas de incienso de las que constantemente emanaba un humo blanco y denso con aromas a sándalo y a recuerdos, que se mezclaban con ese punto salino al respirar profundamente la brisa del mar. Al fondo, la terraza daba de lleno al acantilado, desde donde se divisaba el mar en toda su inmensidad hasta que se desdibujaba en el horizonte, esa línea donde el mar se corta con el cielo en el infinito y se confunde con el anaranjado de la puesta de Sol, que poco a poco se iba escondiendo como si la música que se oía fuera una nana que le invitaba a irse a dormir.


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